miércoles, 21 de septiembre de 2011

Cipriani en Ayacucho


Rubén Merino Obregón

Mis primeros recuerdos del Cardenal Juan Luis Cipriani tienen que ver con los sucesos ocurridos entre diciembre de 1996 y abril de 1997, cuando el grupo subversivo MRTA tomó la residencia del embajador japonés y secuestró a varias personas al interior de ella. Allí, a considerables años de llegar a mi mayoría de edad, conocí a través de los medios al actual Arzobispo de Lima. Lo recuerdo caminando con su Biblia bajo el brazo, ingresando en la mansión con paso lento para fungir de mediador entre el Estado y los levantados en armas. Lo recuerdo también llorando en plena conferencia de prensa, ya después de que la embajada había sido liberada, mostrando dolor por el desenlace de los hechos. Y recuerdo cómo, a fines de 1997, la gente llamaba a una radio local para mencionar su nombre una y otra vez, mientras se discutía quién debía ser considerado “el hombre del año”. Por ello, mi primera imagen de él se dibujó desde los paradigmas de la caridad y de la buena moral. Influenciado por mi mirada joven, creí contemplar el surgimiento de una nueva (y buena) figura en el escenario nacional.

Hoy sé, sin embargo, a considerables años de haber pasado mi mayoría de edad, que la figura de Cipriani había jugado ya ciertos papeles públicos antes de 1996, en cuestiones de índole política y social. Y sé que el perfil altruista que identifiqué en primera instancia en él no es tan genuino; sé que hay más cosas que recordar de aquel hombre que le quitan brillo a su imagen, que hacen surgir muy fácilmente el cuestionamiento hacia su persona y sus acciones. Quisiera, por ello, dedicar las siguientes líneas a recordar algunos aspectos problemáticos del papel que el hoy Cardenal jugó en la década de 1980 y en los años siguientes en el contexto ayacuchano, allí en donde por demasiado tiempo la violencia hizo de su presencia algo usual.

Cipriani se ordenó como Obispo Auxiliar de Ayacucho en julio de 1988. Desde su llegada causó cierta suspicacia o desconfianza en algunos sectores. Para aquel momento, ya habían pasado dos años desde que jesuitas habían regresado a la ciudad serrana, dedicándose a la enseñanza en la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga (UNSCH) y al servicio de las personas que requerían de alguna ayuda, sobre todo espiritual, por ser víctimas directas o indirectas de la dura guerra que tenía lugar en la zona. Carlos Flores, uno de los jesuitas que estuvo allí por esos años, registró en su diario, hoy publicado bajo el título de Diario de vida y muerte, la llegada del nuevo Obispo Auxiliar: “Ayer [03/07/1988] se ordenó como obispo el nuevo auxiliar de Ayacucho, monseñor Cipriani. Dicen que comprarán una casa para él en 50 mil dólares. Que vienen 4 miembros del Opus para acompañarlo. […] Se trajo un arquitecto y un decorador para preparar ‘su palacio propio’. Me choca saber que se trae gente para acomodarlo, como si no viera la pobreza de esta zona” (Flores 2004:100).

Ya instalado, son varios los testimonios que dicen que muy rápidamente se apegó a los militares encargados del territorio, y que negó múltiples veces su ayuda a personas que se acercaban a él con la ilusión de encontrar, al fin, a alguna autoridad que los escuchara y les dé alguna esperanza. El mismo Flores cuenta, en julio de 1989, la experiencia que tuvo cuando fue a visitar a Cipriani con un hombre que buscaba a sus hijos desaparecidos:

[…] el papá de los chicos M. M. fue a ver al obispo Monseñor, quien le dijo que por ser él su padre, averiguaría, pero esperaba que no fueran terroristas. Yo también fui y salimos tan maltratados que yo le dije al papá: “perdona hermano, pero nos hemos equivocado. No debimos venir a ver a este hombre sin misericordia mínima”. Me llamó la atención por haberle llevado este “problema”, seguidamente fuimos sujetos de sospecha de ser senderistas. Así una vez más comprobé que el “señor” obispo estaba totalmente parcializado con la posición del ejército y sus autoridades. (Flores 2004: 188)

En verdad, este testimonio no debería sorprender si es que prestamos atención al comportamiento que Cipriani tuvo en los años siguientes con respecto a las violaciones de derechos humanos en el país. El Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú cita varias de sus declaraciones sobre el tema. En las siguientes (de 1994), por ejemplo, justifica las desapariciones y los abusos de las fuerzas del orden:

En un contexto violento como el de Ayacucho, las muertes, desapariciones y abusos son parte del enfrentamiento de la guerra. Los defensores de los derechos humanos le llamarán guerra sucia. No puedo justificar, de parte de la Policía o la Fuerza Armada, excesos por el hecho de que hubiese violencia. Pero si hay personas que silenciosamente matan durante la noche y de modo traidor, a eso hay que oponerle justicia. Yo creo que la Fuerza Armada tuvo que utilizar mecanismos para conocer cómo y dónde ocurrían esos asuntos. Y cuando utilizaron esos medios, naturalmente hubo muertos de un lado y del otro. (CVR, Tomo III, capítulo 3.3)

De la mano con esta postura, Cipriani ha sido congruente para atacar constantemente a las organizaciones de derechos humanos, calificándolas como “tapaderas de rabo de movimientos políticos, casi siempre de tipo marxista y maoísta”. Y no hay que olvidar su defensa de la pena de muerte en casos de condena por terrorismo, así como su abierto apoyo al régimen fujimorista, a pesar de que en un primer momento fue defensor de la candidatura de Vargas Llosa, llegando incluso a repartir volantes por Ayacucho, promoviendo el voto en favor del escritor.

Hay, sin embargo, un aspecto que vale resaltar más que los demás, por las actuales circunstancias en las que está envuelto el Cardenal. El diario de Carlos Flores en Huamanga termina abruptamente en los primeros meses de 1991. Lo que ocurrió lo sabemos sin necesidad de leer sus memorias. Para aquel año, Cipriani comenzó a hacer cada vez más fuerte su influencia en la UNSCH. Los padres jesuitas que allí trabajaban comenzaron a recibir presiones y, finalmente, tuvieron que dejar su labor docente y hasta irse de la ciudad. En enero de 1991, Flores escribía en su diario lo siguiente: “Siento que este año va a ser difícil para mí por lo que va pasando con el obispo Cipriani. Ha comenzado a cuestionar nuestro trabajo en la universidad, cómo nos vestimos, por qué salimos de Huamanga y nos ponemos en contacto con los familiares de los desaparecidos” (Flores 2004: 287). Y en marzo del mismo año, Flores escribe algunas de sus últimas memorias en Huamanga: “En estos días las cosas han sido peores con relación a los cuestionamientos del obispo a lo que hacemos. Ha pedido que nos pongamos clercman (ropa de cura), que me corte las barbas y los bigotes. Ha pedido a mi superior y provincial que me saquen de Ayacucho. Esto me duele mucho, creo que se va a cumplir mi sospecha de que es preferible que uno salga a que la comunidad entera tenga que salir”. Resulta evidente en este caso, flor de precedente, que Cipriani hace uso de criterios ideológicos y políticos para tomar decisiones sobre la conformación docente de la universidad de Huamanga; y resulta evidente, además, que lo hace sin mayor bochorno; enfrenta directamente, cuando tiene las posibilidades de hacerlo, lo que para él es un problema.

Así pues, bastante distinta es hoy, como se podrá comprender, a causa de estas memorias ajenas que he tenido oportunidad de conocer, la imagen que tengo del Cardenal. Cuando pienso en él, lo primero que evoco ya no es su llanto desconsolado o su Biblia bajo el brazo, sino las palabras de la pizarra que había colgado en la puerta del arzobispado de Ayacucho: “No se aceptan reclamos sobre Derechos Humanos”.

Fuentes:

Carlos Flores Lizana. Diario de Vida y Muerte. Memorias para recuperar Humanidad. Cusco: Centro Andino Bartolomé de las Casas, 2004.

Comisión de la Verdad y Reconciliación. Informe Final. Tomo III. Lima: CVR, 2003.

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